Cuando recibimos el diagnóstico de una enfermedad potencialmente progresiva y generadora de dependencia —como las enfermedades neurodegenerativas— en un ser querido, especialmente en nuestros padres, es común que surjan sentimientos de profundo dolor, ansiedad e incertidumbre. No saber cómo abordar esta nueva realidad puede ser abrumador.
En la actualidad, gran parte del cuidado recae sobre las familias, quienes muchas veces enfrentan esta situación con escasa ayuda y apoyo estatal. A medida que la enfermedad avanza y afecta significativamente la funcionalidad de la persona, comienzan a emerger preguntas sobre cómo delegar ciertas tareas de cuidado, sin perder calidad en la atención ni sobrecargar a los cuidadores principales.
En América Latina, la mayor parte de los cuidados es absorbida por mujeres. Según la CEPAL, el 80% de las tareas de cuidado no remunerado recaen sobre ellas, lo que las expone a una situación de vulnerabilidad multidimensional. Muchas mujeres deben reducir su jornada laboral o incluso renunciar a trabajos remunerados; otras continúan sosteniendo el cuidado a expensas de una alta carga mental y física. En muchos casos, se ven obligadas a alternar el cuidado de sus propios padres con las tareas del hogar y la crianza de sus hijos.
Además, cuando quien enferma es la pareja —especialmente los varones—, las cónyuges suelen destinar gran parte de su tiempo libre a tareas de asistencia, postergando y resignando aspectos centrales de sus vidas, incluso su propia salud. Muchas mujeres dejan de salir de sus domicilios, abandonan actividades socio-recreativas y se ven atrapadas por un sentimiento de culpa que las convierte, poco a poco, en cuidadoras invisibilizadas y sobrecargadas. Muchas hijas se acercan a la consulta con niveles elevados de agotamiento psíquico y físico tras muchos años de cuidados. La incertidumbre propia de las enfermedades neurodegenerativas es moneda corriente, y si bien la vida en general está llena de incertidumbres, lidiar a diario con reiterados olvidos, deterioro en múltiples funciones, caídas, hospitalizaciones y otras complicaciones genera profundos sentimientos de agobio.
Si bien no todo es negativo —ya que muchas expresan estar conformes con sus vidas—, es innegable que una gran cantidad de mujeres dejan de realizar otras actividades significativas para asumir el rol de cuidadoras.
Los esquemas de cuidado, por momentos, resultan efectivos, pero en determinadas etapas pueden volverse frágiles o incluso claudicar. Por eso, el rearmado y la reestructuración de los apoyos familiares y comunitarios suelen emerger como necesidades inevitables a medida que la enfermedad progresa y los años pasan.
El amor permanece intacto, pero muchas veces convive con una profunda sensación de soledad. Lidiar con trámites burocráticos, sentir que el dinero no alcanza, que las manos no son suficientes, convierte al propio hogar —ese espacio de refugio— en un lugar asfixiante.
Es en este punto donde el Estado debe comenzar a dar respuestas concretas. Es necesario crear estrategias sostenidas que acompañen a esta díada conformada por la persona mayor y su cuidador, reconociendo que el cuidado también necesita ser cuidado.
Desde la gerontología, sabemos que la permanencia en el domicilio, con los apoyos adecuados, es la mejor opción en muchos casos. Por eso, alentamos cuidados progresivos y planificados a largo plazo. Pero también es crucial replantear continuamente qué estrategias ideales son viables y cuáles posibles, reconociendo que cada familia es única, y que las decisiones están atravesadas por las condiciones económicas, sociales y emocionales.
Es fundamental individualizar cada situación, diseñando redes de apoyo flexibles y adaptadas, sin imponer protocolos rígidos que suelen ser difíciles de sostener y poco adecuados a las realidades concretas. Preguntarse hasta cuándo es posible sostener el domicilio y con qué recursos sociales y asistenciales cuenta el entorno directo es una parte esencial del proceso. Explorar opciones como centros de día, cuidadores formales, servicios comunitarios o redes barriales puede brindar alivio y mejorar la calidad de vida de la díada paciente–cuidador.
Como profesionales de la salud, debemos estar preparados para ofrecer respuestas sensibles ante la diversidad de escenarios. Acompañar y sostener desde un rol empático y humano, con una mirada comunitaria e interdisciplinaria, sin perder nunca de vista nuestra humanidad, es tan importante como cualquier estrategia técnica.
Me encantaría tener más respuestas de las que suelo ofrecer a las familias. Pero hay momentos en los que la vocación y el deseo de servicio no alcanzan. Porque el cuidado no puede seguir descansando únicamente en el amor y el esfuerzo individual. Es necesario alzar la voz y reclamar otros soportes, estructuras que sostengan el eje vertebrador de los cuidados basada en la presencia de los otros.
Necesitamos construir una comunidad verdaderamente amigable con la edad, más amorosa y solidaria, capaz de tejer una red —aunque invisible— de apoyos concretos que acaricien el alma de quienes cuidan sin ser reconocidas, y de aquellas personas mayores que han sido silenciadas por la prisa y el olvido social.
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